domingo, 16 de marzo de 2008

Los Sacramentos de la gracia de Dios

El que desea luchar, pone los medios. Y los medios no han cambiado en estos veinte siglos de cristianismo: oración, mortificación y frecuencia de Sacramentos. Como la mortificación es también oración —plegaria de los sentidos—, podemos describir esos medios con dos palabras sólo: oración y Sacramentos.

Quisiera que considerásemos ahora ese manantial de gracia divina de los Sacramentos, maravillosa manifestación de la misericordia de Dios. Meditemos despacio la definición que recoge el Catecismo de San Pío V: ciertas señales sensibles que causan la gracia, y al mismo tiempo la declaran, como poniéndola delante de los ojos(Catechismus Romanus Concilii, II, c, I, 3). Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten límites. Y, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente —sólo El podía hacerlo— estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención.

Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo. Es doloroso hablar de esta llaga de la sociedad que se llama cristiana, pero resulta necesario, para que en nuestras almas se afiance el deseo de acudir con más amor y gratitud a esas fuentes de santificación.

Deciden sin el menor escrúpulo retardar el bautismo de los recién nacidos, privándoles —con un grave atentado contra la justicia y contra la caridad— de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original. Pretenden también desvirtuar la naturaleza propia del Sacramento de la Confirmación, en el que la Tradición unánimemente ha visto siempre un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar —miles Christi, como soldado de Cristo— en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia.

Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva(Ez XXXIII, 11).

Verdaderamente es infinita la ternura de Nuestro Señor. Mirad con qué delicadeza trata a sus hijos. Ha hecho del matrimonio un vínculo santo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia(Cfr. Eph V, 32), un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios. De ahí arranca el amable deber de veneración, que corresponde a los hijos. Con razón, el cuarto mandamiento puede llamarse —lo escribí hace tantos años— dulcísimo precepto del decálogo. Si se vive el matrimonio como Dios quiere, santamente, el hogar será un rincón de paz, luminoso y alegre.
Nuestro Padre Dios nos ha dado, con el Orden sacerdotal, la posibilidad de que algunos fieles, en virtud de una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo, reciban un carácter indeleble en el alma, que los configura con Cristo Sacerdote, para actuar en nombre de Jesucristo, Cabeza de su Cuerpo Místico(Cfr. Concilium Tridentinum, sess. XXIII, c. 14. Concilium Vaticanum II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2). Con este sacerdocio ministerial, que difiere del sacerdocio común de todos los fieles esencialmente y no con diferencia de grado(Cfr. Concilium Vaticanum II, Const. Lumen Gentium, n. 10), los ministros sagrados pueden consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecer a Dios el Santo Sacrificio, perdonar los pecados en la confesión sacramental, y ejercitar el ministerio de adoctrinar a las gentes, in iis quæ sunt ad Deum(Heb V, 1), en todo y sólo lo que se refiere a Dios.

Por eso el sacerdote debe ser exclusivamente un hombre de Dios, rechazando el pensamiento de querer brillar en los campos en los que los demás cristianos no necesitan de él. El sacerdote no es un psicólogo, ni un sociólogo, ni un antropólogo: es otro Cristo, Cristo mismo, para atender a las almas de sus hermanos. Sería triste que el sacerdote, basándose en una ciencia humana —que, si se dedica a su tarea sacerdotal, cultivará sólo a nivel de aficionado y aprendiz—, se creyera facultado sin más para pontificar en teología dogmática o moral. Lo único que haría es demostrar su doble ignorancia —en la ciencia humana y en la ciencia teológica—, aunque un aire superficial de sabio consiguiese engañar a algunos lectores u oyentes indefensos.

Es un hecho público que algunos eclesiásticos parecen hoy dispuestos a fabricar una nueva Iglesia, traicionando a Cristo, cambiando los fines espirituales —la salvación de las almas, una por una— por fines temporales. Si no resisten a esa tentación, dejarán de cumplir su sagrado ministerio, perderán la confianza y el respeto del pueblo y producirán una tremenda destrucción dentro de la Iglesia, entrometiéndose además, indebidamente, en la libertad política de los cristianos y de los demás hombres, con la consiguiente confusión —se hacen ellos mismos peligrosos— en la convivencia civil. El Orden Sagrado es el sacramento del servicio sobrenatural a los hermanos en la fe; algunos parecen querer convertirlo en el instrumento terreno de un nuevo despotismo.
Pero sigamos contemplando la maravilla de los Sacramentos. En la Unción de los enfermos, como ahora llaman a la Extrema Unción, asistimos a una amorosa preparación del viaje, que terminará en la casa del Padre. Y con la Sagrada Eucaristía, sacramento —si podemos expresarnos así— del derroche divino, nos concede su gracia, y se nos entrega Dios mismo: Jesucristo, que está realmente presente siempre —y no sólo durante la Santa Misa— con su Cuerpo, con su Alma, con su Sangre y con su Divinidad.

Pienso repetidamente en la responsabilidad, que incumbe a los sacerdotes, de asegurar a todos los cristianos ese cauce divino de los Sacramentos. La gracia de Dios viene en socorro de cada alma; cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡No pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad humana y la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo.

Hablábamos antes de lucha. Pero la lucha exige entrenamiento, una alimentación adecuada, una medicina urgente en caso de enfermedad, de contusiones, de heridas. Los Sacramentos, medicina principal de la Iglesia, no son superfluos: cuando se abandonan voluntariamente, no es posible dar un paso en el camino del seguimiento de Jesucristo: los necesitamos como la respiración, como el circular de la sangre, como la luz, para apreciar en cualquier instante lo que el Señor quiere de nosotros.

La ascética del cristiano exige fortaleza; y esa fortaleza la encuentra en el Creador. Somos la oscuridad, y El es clarísimo resplandor; somos la enfermedad, y El es salud robusta; somos la escasez, y El la infinita riqueza; somos la debilidad, y El nos sustenta, quia tu es, Deus, fortitudo mea(Ps XLII, 2), porque siempre eres, oh Dios mío, nuestra fortaleza. Nada hay en esta tierra capaz de oponerse al brotar impaciente de la Sangre redentora de Cristo. Pero la pequeñez humana puede velar los ojos, de modo que no adviertan la grandeza divina. De ahí la responsabilidad de todos los fieles, y especialmente de los que tienen el oficio de dirigir —de servir— espiritualmente al Pueblo de Dios, de no cegar las fuentes de la gracia, de no avergonzarse de la Cruz de Cristo.

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